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Lloviendo en blanco y negro

In Uncategorized on 20 marzo 2010 at 17:06

Comenzaba a anochecer y la calle quedaba ya sólo iluminada por las luces que la recién estrenada sala de cine emitía. Miles de carteles y bombillitas hacían las veces de farolas, dando a la calle un aspecto urbanita.

Ya eran las diez menos cuarto de la noche y una masa de espectadores comenzó a emerger de sus salas, más o menos satisfechos con la película que acababan de ver.

–         Qué pesadez de película, en la vida real la gente no canta por todo.

–         ¡Ay Dios mío! ¡Es un musical! ¿Cómo no van a cantar? En eso consisten…

–         Yo creo que consisten en ser una horterada ñoña.

–         Bueno vale, vamos más rápido que hace frío.

–         Está bien.

–         ¿Qué? ¿No vas a ofrecerme tu gabardina?

–         ¡Ay mujer!, ni que fuera tu pareja… toma anda. ¡Hala, ahora a congelarme yo de frío!

Los extraños amigos caminaban protegiéndose del suave viento helado. Él, al verla temblar, le pasó las manos por los brazos para darle calor. Ella sonrió. “No se pase de amable, que le dará un síncope”, “¡Joder, menuda forma de estropear el momento…!” El silencio incómodo de siempre. Se conocían desde hacía años pero su relación siempre había sido así: un tira y afloja de amabilidades e impertinencias.

Él era el típico hombre que entonces estaba de moda: un James Dean, sombrero y gabardina más allá de la rodilla incluidos, que no dejaba de fumar cigarrillos. Ella, delgada con pelo castaño y siempre en moño, jamás le había visto la cara más que a través del humo del tabaco. Se temían, se respetaban.

–         Es increíble lo romántico que era Gene Kelly…

–         Es una fantasmada ese personaje, todo el mundo, cuando llueve, corre para no mojarse; ¡pfff…! Malísima.

–         Eres un amargado, no sé cómo llevo soportando tu mal humor y tu negatividad tantísimo tiempo. ¡¡Ojalá fueras como Gene!!

Él la miró asombrado. Ella se tapó la cara con las solapas de la gabardina: se la veía sonrojada. Dejó de mirarla y siguió andando, fijando su vista hacia el suelo mojado; habría llovido mientras estaban viendo esa estúpida película. Sus pisadas y los taconazos de ella hacían eco entre los edificios. De pronto comenzó a llover de nuevo. “Lo que faltaba”, dijo él; ella inmediatamente: “saca el paraguas, por favor”. Lo abrió y procuró que su acompañante no se mojara.

–         Hace frío, – ella le miró con sus enormes ojos marrones- ¿te importa que me acerque un poco a ti?

–         ¿No te vale con la gabardina?

–         No, sigo teniendo frío.

–         Está bien.

La tensión se palpaba, él no dejaba de mirarla mientras pensaba qué decir: estaba en blanco. Ella, sin embargo, parecía segura, confiada.

–         Cada vez llueve más. Tenga usted cuidado, no se vaya a mojar…

Su bendita ironía de nuevo. Ya estaba harto: ¿esa imagen tenía de él? ¿Qué era esa energía que notaba de repente? Se sentía capaz de todo. Entonces, le hizo agarrar el paraguas y se alejó medio metro. El agua le empapaba el sombrero y fluía hasta sus mechones de pelo. Extendió los brazos.

–         Este soy yo. Soy aburrido, soy frío y ahora estoy empapado. Pero este soy yo.

–         Pero…

Se acercó; ella dejó caer el paraguas y se dejó besar apasionadamente. Juntos, empapados. La lluvia les mecía. Él abrió la boca para decir algo…

–         ¡¡CORTEN!! Buen trabajo chicos, creo que esta toma se queda. Richard… ¡increíble!

Se separaron como si nada. La lluvia cesó y la iluminación general volvió. “Gracias Robert, estaba empezando a congelarme… ¿¡Dónde están las toallas!?”. “¡¡Sí, eso!!… “¡¡Estoy CONGELADA!!”. Los ayudantes trajeron las toallas sin rechistar.

–         Bueno Natalie. Nos vemos después.

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